JORGE FERNÁNDEZ MENÉNDEZ
21 de Marzo de 2018
Quienes siguen asegurando que las elecciones de julio ya están decididas tendrían que observar, con más detalle, lo que ha pasado con López Obrador en este mes de marzo.
Por una parte, más allá de que las encuestas en estos momentos siguen estando basadas en reconocimiento de nombre, lo cierto es que el candidato de Morena sigue teniendo una amplia ventaja sobre sus rivales, pero la tiene más por las debilidades de éstos que porque su propia candidatura haya crecido. Morena y López Obrador siguen teniendo entre 30 y 33 por ciento de posibilidades de voto: su techo y su piso siguen siendo casi los mismos. ¿Con eso le alcanza para ganar la elección? Sí, pero también los números siguen mostrando que cerca del 70 por ciento de los electores no apoyan su candidatura.
Antes de que se viera obligada por Ricardo Anaya a abandonar al PAN, Margarita Zavala tenía, por lo menos, las mismas expectativas de voto que López Obrador y en algunas encuestas lo superaba. Anaya, aunque va cobijado por el Frente, nunca ha alcanzado los porcentajes que tuvo Zavala, que ahora regresa como independiente. Sus posibilidades de volver a tener aquellas expectativas de voto son muy lejanas, pero mantiene altos índices de popularidad entre sus electores y buena parte del voto panista puede ser suyo. En los hechos hoy nadie sabe cuál es el piso de Anaya, porque su principal sustento, el voto panista, está en entredicho y no sólo por el factor Margarita, sino también por la distancia con la mayoría de los gobernadores.
En el caso del PRI también, en las encuestas del año pasado Miguel Ángel Osoriotenía un porcentaje más alto del que se atribuye hoy a José Antonio Meade. Las razones son dos: el entonces secretario de Gobernación, ahora candidato a senador, era más conocido que el secretario de Hacienda y, además, contaba con el respaldo casi pleno del PRI. Meade, mucho menos conocido entonces, no era, no es, militante del PRI, tenía que construir su propio piso electoral. Con aciertos y errores es lo que ha hecho durante estos meses. Esa labor se supone que tendría que concluir con las listas de candidatos que, salvo en ese desastre de operación que fue Chiapas, han logrado mantener relativamente unido al priismo. Para Meade viene, ahora, la construcción de un techo electoral. Ganar los votos más allá del PRI. La pregunta es si le queda el tiempo suficiente para hacerlo, su fortaleza es su capacidad programática, sus propuestas.
En ese sentido tiene un factor a su favor que fue notable en estas tres semanas de marzo. En cuanto se sacó a Andrés Manuel López Obrador de la zona de confort de la paz y el amor, y se le obligó a hablar de propuestas no sólo quedó mal parado, sino que, incluso, su frente interno mostró fisuras importantes. Lo ocurrido en torno a la Convención Bancaria fue muy importante, primero, porque López Obrador tuvo que manejar propuestas al ser interrogado sobre ellas, segundo, porque llegó a Acapulco para reunirse con los banqueros con una actitud soberbia, sin preparación y hasta sospechosamente desaliñada (que los banqueros interpretaron como una forma sutil desprecio hacia ellos).
Pero lo importante fue que tuvo que hablar, aunque con ambigüedades, de lo que quiere hacer en el gobierno. Y quedó en claro que quiere acabar con la mayor obra de infraestructura que tiene hoy el país: el Nuevo Aeropuerto Internacional de México y lo quiere reemplazar por un aeropuerto en Santa Lucía que es inviable. Quedó claro que echará para atrás la Reforma Energética que tiene garantizadas inversiones por 200 mil millones de dólares. Descalificó en el camino a quien aparecía como su voz ante los empresarios, Alfonso Romo había asegurado una y otra vez que AMLO no se opondría ni al aeropuerto ni a la Reforma Energética.
Respecto a esta última agregó el domingo 18 algo que hizo preocupar aún más a los inversionistas y analistas: dijo que dejaría de exportar crudo para producir dentro del país gasolinas y que construiría o modernizaría refinerías (entre dos y seis, en cada discurso da un número diferente) para hacerlo con un costo millonario e inútil, porque ya nadie construye nuevas refinerías. Cualquiera que tenga idea del negocio petrolero sabe que las utilidades no están en las gasolinas, sino en el crudo. Esa política le haría perder al país miles de millones de dólares.
En apenas un par de semanas, el encanto con López Obrador se rompió en cuanto tuvo que hablar de qué va a hacer. Y se rompió porque simplemente Andrés Manuel no ha cambiado su discurso: es el mismo del 2000, con el endeudamiento de la ciudad y el desastre de la seguridad (y la descalificación de los pirrurris que se quejaron de ello o la justificación de los linchamientos como “usos y costumbres” de las comunidades) el mismo discurso que tuvo en el 2006 o el 2012. Nacionalismo económico, no a la globalización y a la apertura. Instituciones acotadas y “el pueblo” como instrumento (“el tigre”) para presionarlas. Un regreso a los años 70.
Por eso Andrés Manuel no quiere participar en debates ni ofrece entrevistas de fondo. Pero en la campaña real, que apenas comienza, tendrá que hacerlo. Y el hecho es que cuanto más lo hace, cuanto más habla, más cerca se queda de su piso y se aleja de su techo electoral.