El estudio de HIP dibuja un panorama desolador y exasperante en el que se entremezcla la criminalidad con actividades empresariales legales, debido a la alta movilidad del tráfico de personas entre regiones del país, ante la presencia de la venta
de individuos por sus parejas o sus padres y porque mujeres, principalmente indígenas y migrantes, son las víctimas más frecuentes de este acto ilícito. El hecho es que a más de dos siglos de que se declaró abolida la esclavitud en el país, ésta sigue presente, y no en escala marginal, en una diversidad de regiones y de giros, tanto lícitos como delictivos.
Es inocultable que un factor determinante en la persistencia y la proliferación de esta miseria nacional es la falta de interés de las autoridades para investigar, prevenir, perseguir y sancionar la reducción de personas a un cautiverio con fines de explotación. De allí deriva una impunidad predominante que hace posible la normalización y la masificación de la trata, la cual es vista como una práctica normal, tanto en localidades de Tlaxcala –con fines de explotación sexual– como en el Valle de San Quintín, en Baja California, donde, por décadas, las plantaciones agroexportadoras han usado mano de obra indígena procedente del sur del país en condiciones de virtual esclavitud.
No puede soslayarse, por otra parte, que el modelo económico vigente en México desde hace más de 30 años es, en última instancia, un caldo de cultivo favorable para el desarrollo y la multiplicación de la trata de personas. En efecto, la depauperización y el abandono de extensos sectores de la población por parte del Estado –especialmente en el campo, en comunidades indígenas y en barrios miserables de las ciudades–, así como la ofensiva constante contra garantías y derechos laborales y la desregulación de las condiciones de trabajo, ahondan la indefensión de las víctimas y ensanchan el margen de acción de los victimarios.
Ante la escala que ha alcanzado esta actividad criminal, y dado el nivel de organización de los grupos dedicados a ella, es clara la necesidad de una política de Estado orientada a combatirla y erradicarla. Porque su perpetración, reiterada y cotidiana, es nugatoria de la vigencia en el país de un orden legal, moderno y democrático.