Por oportunidad, no por convicción, los partidos se han enrolado en una espiral declaratoria. Primero, AMLO se pronunció por destinar recursos de Morena a la reconstrucción. Luego, el Frente Ciudadano subió la apuesta: presentó una iniciativa para eliminar el financiamiento público a los partidos. Finalmente, el PRI reviró agregando la propuesta de suprimir los diputados y senadores de representación proporcional.
Sobra decir que no hay punto de acuerdo y que todo esto busca un impacto mediático hacia 2018. La iniciativa del PRI no pasará. La eliminación de los diputados de representación proporcional debilitaría a todos los partidos de oposición. Y tampoco es probable que los partidos estén dispuestos a perder los miles de millones de pesos que reciben del erario.
Ante esta pequeña vorágine, han surgido voces desinteresadas, es decir, que no representan a los partidos, alertando sobre el peligro que significaría eliminar el financiamiento público. Suprimirlo, advierten, abriría tres vías: a) el uso del presupuesto público por todos aquellos partidos que están en el poder; b) financiamiento privado bajo dos modalidades: el hormiga, de pequeños donantes, y el de los grandes intereses; c) el financiamiento del crimen organizado.
El fondo de esta advertencia es que eliminar el financiamiento público provocará mayor corrupción, y conducirá a un sometimiento del poder público a los grandes intereses o al crimen organizado. En otras palabras, el remedio puede resultar peor que la enfermedad.
El argumento, sin duda, es atendible. Pero tiene un enorme talón de Aquiles. Está perfectamente demostrado que los partidos y candidatos reciben, por debajo de la mesa, enormes recursos de aportaciones privadas, amén que los gobiernos desvían fondos para las campañas. Y también hay evidencia de que el crimen organizado ha cooptado y penetrado las estructuras de gobierno.
De manera tal, que estamos en el peor de los mundos posibles: los partidos se sirven con la cuchara grande, pero la connivencia entre funcionarios públicos e intereses privados, o incluso criminales, es noticia a ocho columnas.
Por lo demás, los excesos de la partidocracia son muchos: financiamiento público abusivo, moches, confiscación de tiempo a los medios electrónicos, creación de un sistema electoral abigarrado y oneroso, sin que nada de esto haya servido para erradicar, ya no digo la corrupción y los contubernios, sino las protestas y los conflictos poselectorales.
Se puede admitir que la salida de esta telaraña no es sencilla. Pero, por lo mismo, para pensar el problema adecuadamente y diseñar alternativas inteligentes, hay que empezar por hablar con claridad y precisión.
De entrada, definir a los partidos como instituciones de interés público que deben recibir financiamiento del Estado es una gran falsedad. Los partidos son maquinarias burocráticas con intereses particulares que buscan el poder y que se comportan como una sociedad de negocios y privilegios.
El segundo gran malentendido es definir al Estado como la encarnación del interés universal, cuando en realidad está compuesto de los intereses de la burocracia y la clase política. Marx, Nietzsche y los liberales hicieron una crítica profunda de esa idea –de matriz hegeliana.
Por último, está el supuesto absurdo de que la política y el servicio público son como las aguas del Jordán, que todo purifican. La realidad es que los políticos y burócratas no se comportan como entes angelicales, sino como individuos ambiciosos y codiciosos.
Por eso sólo asumen grandes causas o proyectos cuando puede generarles beneficios precisos. Los ejemplos que se pueden citar son muchos. Pero el último lo tenemos bajo nuestras narices: los partidos se disputan las banderas de la austeridad y el combate a la corrupción porque saben que son estratégicas para ganar en 2018. Ni más ni menos.
Los políticos, señalaba Popper, suelen estar por debajo de la media intelectual y moral de la sociedad. No hay que olvidarlo. Por eso el tema del financiamiento público debe ser abordado al margen de la ilusión y las falsas representaciones.
Remache: el financiamiento público, por sí mismo, no es el remedio contra la corrupción ni contra los contubernios, si lo fuera no tendríamos ni lo uno ni lo otro.
Twitter: @SANCHEZSUSARREY